Boda a la napolitana
- Conichigua
- 10 feb 2016
- 5 Min. de lectura
En toda la región italiana de Campania y en particular en su capital, Nápoles, hay pocas cosas que no sean deliciosas: la pizza, la mozzarella, la pasta, el pescado, el marisco, los dulces… Imagina que te sirven durante 10 horas seguidas todas estas maravillas, ¿serías capaz de resistirte?
La pasada primavera tuve la suerte de ser invitada a una boda. No a una cualquiera, sino a una boda italiana y, además, napolitana.
Había llegado a Italia con poco equipaje, así que no tenía mucho que elegir para ponerme: o un vestido corto ajustado o uno largo y suelto. No había duda. Visto lo que me esperaba había que prepararse.
El banquete empieza a la una de la tarde. A esa hora llegamos al precioso restaurante "Villa Gitana" que tiene un bonito jardín verde sobre los lagos de los Campos Flegreos y con unas preciosas vistas de la isla de Isquia. Aprovechando el buen tiempo y el solecito, la primera parte del banquete se celebra allí mismo, en el exterior.

Vistas de la Isla de Ischia desde los Campos Flegreos.
Nada más llegar nos indican un par de mesas donde unos camareros sirven canapés. En la primera mesa nos dan un plato a cada uno con casatiello (una especie de pan con tacos de salami y queso dentro) y pancetta, acompañado de vino tinto de la zona. La segunda mesa es directamente un pequeño bufet. A mí se me van los ojos. Quiero probar todo. Pero mi acompañante (napolitano) me adiverte de que no me llene demasiado y reserve espacio para los platos fuertes. Así que cojo la décima parte de lo que me hubiera gustado y nos vamos a la mesa que nos han asignado a comerlos tranquilamente. Qué maravilla. Un sitio precioso, relajado, donde ir probando un poco de todo.
Tras un ratito esperando a los novios y degustando los aperitivos (o lo que yo creía que eran los aperitivos), los camareros empiezan a traer más platos a la mesa. Primero unas ostras y vino espumoso. Y después comienzan a servir un montón de platos a la vez, que dejan en el centro de la mesa y compartimos entre todos: mejillones al vapor, cucuruchos de fritura de pescado y marisco, buñuelos (zeppoline) de algas, mozzarella empanada (in carrozza), fritura de verduritas y pizza al olio e pomodoro.
¡Todo estaba buenísimo! Aún se me hace la boca agua al escribir sobre ello. Lo curioso era que los iban reponiendo constantemente, con lo que era imposible parar de engullirlos. Era como un sueño o una muerte muy dulce, según se mire.
Mientras mi acompañante me sigue advirtiendo de que baje el ritmo, yo sigo comiendo mientras daba gracias por haber elegido el vestido suelto y trato de averiguar cómo voy a hacer con los platos principales que estan por venir. ‘Está bien’ me decía, ‘voy disminuyendo el número de mejillones y buñuelos que me estoy zampando por minuto y luego no como postre y así podré con el resto de platos’.
Pensando satisfecha en mi fascinante plan con los carrillos llenos de comida cual hámster, empiezan a traer platos individuales con embutidos y quesos italianos, que son tan buenos que si los rechazas tu familia morirá: prosciutto di Parma, salame, soppresata, capocollo, bresaola, mozzarella di bufala, ricotta, ...Todo esto acompañado de cestas contínuas de pan de todo tipo recién hecho en horno de leña.
Ya no puedo casi ni respirar. Me siento como Moyo.

Pero aún queda esperanza,¡Siempre hay esperanza! Me como todo, incluidos los quesos que no les gustan a otros invitados. Ya sólo me quedan el plato principal y ya, ¿no? Mi acompañante me mira riéndose como diciendo "You know nothing" y me enseña el menú de la boda para que le eche un vistazo.

Exacto. Lo que llevamos tres horas comiendo se resume en este menú de una cara en una sola línea que dice sutilmente ‘aperitivo’. WTF!!!
Al menos entre el ‘aperitivo’ de nada y el resto de la comida nos dejan un ratito tranquilos para que nos cambiemos al interior del restaurante donde, ahora sí, se servirán los platos fuertes. O eso es lo que me dicen. Pero yo creo que en realidad es una pausa para hacer un hueco en el estómago al estilo de la antigua Roma.
Una vez dentro nos traen el primero de los platos fuertes: sepia con un puré de guisantes bastante buena. Pero no, perdón, este no es el plato fuerte. Es el entrante. Nos dejan otro ratito de descanso para ir haciéndonos a la idea de lo que viene. Así que salgo como puedo del restaurante a andar un poquito por el jardín, a ver si me ayuda algo.
Vuelvo a sentarme en mi silla trabajosamente, como si estuviera embarazada de quintillizos. Ahora sí que vienen ya los platos fuertes. De verdad que sí. Creo que estoy llorando de la emoción. Nos van trayendo un plato ligerito de pasta paccheri con almejas y cigalas, ¡casi nada! Ya sólo puedo comerme el marisco. Con la pasta apenas puedo. Increíblemente, la chica de mi lado llama al camarero para pedir otra ración. Después nos traen berenjena rellena de pasta con tomate y más berenjena frita. ¡Sí, por favor más pasta! Y ya por fin el último: trenza de salmón y lubina y, eso sí, con verduritas, que hay que cuidar la línea.
Ahora ha llegado el momento del postre. No me preocupa porque yo ya había planeado no comérmelo. Además de que es físicamente imposible. Nos traen un heladito de manzana con caramelo que tiene una pinta… Sí, al final me lo como también. Pero sólo por no dejarlo, claro está.
Miro el móvil y me doy cuenta de que llevamos ocho horas comiendo. Pero bueno, ya se ha terminado. Sólo queda la tarta nupcial. Nos invitan a salir otra vez al jardín para ver como los novios cortan la tarta cuando veo, de repente, que ¡han montado un bufet de postres! Y a cada cual más increíble.
Que le den! Me da todo igual. Yo ya no puedo resistirme más. ¡Quiero probar todo lo que hay en esas mesas! Me voy a tirar de lleno a la fuente de chocolate fundido a lo Robot Hedonista. (Creo que en este momento mi cerebro está lleno de comida y ya no pienso con claridad).

Pero por lo visto no soy la única que piensa así. En cuanto los novios cortan la tarta y los camareros abren el bufet, ¡empieza la guerra! La gente se ha hecho fuerte de tanto comer y tienes que luchar por coger cualquier postre.
Mientras cojo lo que puedo y me lo como con toda la dignidad que me es posible, me doy cuenta de que ahora toca bailar durante horas. Pero lo más curioso es que, en cuanto la gente acaba los postres y se beben su amaro o su limoncello, les falta tiempo para felicitar a los novios y marcharse pitando.
La verdad es que yo lo agradezco infinitamente. No sabía cómo iba a ser capaz de bailar en tacones con la tripa a estallar tras 10 horas de zampar ininterrumpidamente. A las doce de la noche estaba tumbada en la cama incapaz de moverme y con una sonrisa en la cara.
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